viernes, 7 de agosto de 2009

Ya no estaba sola

Una anciana señora subía lentamente la pronunciada cuesta de la calle del pueblo que la conducía a su casa.Era el día de Nochebuena y bajó a oír Misa por la tarde, pues no estaba en condiciones para asistir a la Misa del Gallo, como todos los años. No recordaba haber faltado nunca, primero con sus padres, luego con su marido y últimamente con sus hijos, pero este año estaba sola. Sabía que podía ir con cualquier vecino pero no le gustaba molestar a nadie. Aprovechó también para saludar y felicitar a algunos familiares a los que apreciaba mucho, algunos le dijeron que se quedara con ellos esa noche. Muy amablemente les dio las gracias pero les dijo que prefería estar en su casa.

Llegó a su casa, era una finca grande con un muro alrededor, abrió una puerta pequeña al lado del portalón (por donde entraban los coches). Por un pequeño sendero llegó a la casa. Había dejado las luces encendidas y no tuvo dificultad para abrir la puerta. Un vaho de calor la hizo estremecer al contraste del frío de la calle, cerró la puerta con rapidez, corrió el cerrojo y puso la cadena (cosa de sus hijos), había dejado la chimenea encendida con dos buenos troncos de leña y el ambiente estaba muy acogedor. El salón era muy grande y con pocos muebles, los justos, allí jugaban sus hijos en los días de invierno cuando no podían hacerlo fuera y ahora pasaba lo mismo con los nietos (aunque venían más en verano). Delante de la chimenea había una mecedora y una mesita pequeña en la que solía desayunar y cenar, sobre todo en invierno, pues delante de la chimenea se estaba muy a gusto. Su dormitorio, también lo tenía abajo, pues le costaba trabajo subir las escaleras. Arriba había cuatro dormitorios, tres de los hijos y uno de su marido y ella. Ahora sólo se usaban cuando venía algún hijo. Una señora del pueblo venía tres veces por semana para limpiar y cuidar la huerta, pues le gustaba tener sus lechugas y verduras que a veces también regalaba, pues para ella sola poco le hacía falta.

Se dirigió a su dormitorio y salió con el camisón y la bata de casa puestas y zapatillas, se dirigió a la cocina, calentó un tazón de leche que puso sobre la mesita y una caja de galletas.
Fue al aparador y sacó una tableta de turrón de jijona (era el que más le gustaba) cortó un trozo y lo puso también encima de la mesita. Al guardar el turrón se quedó mirando las fotos de sus hijos que estaban en el aparador.
Un gran suspiro salió de su pecho, allí estaba el mayor, Juan, era igual que su padre, muy alto y fuerte y eso sí! muy serio, pocas veces se le veía reír, a su lado estaba su mujer que le llegaba al hombro, que buena y cariñosa! No tenían hijos, no podían. El por su trabajo viajaba mucho, ella siempre le acompañaba, eran un matrimonio perfecto y justo en estas fiestas estaban fuera, en el extranjero.Luego estaba Luis, que diferente de su hermano! Siempre de broma y muy simpático, es muy guapo, delgado y estiloso, su mujer muy riquiña, pero como se dice ahora bastante pija. Su padre es abogado con el que trabaja su hijo. Tienen una niña, es muy modosita y educada, cuando van a la finca su madre no la deja vivir, no vayas a las gallinas que te manchas, no te metas por el barro que te manchas, menos mal que a veces su padre la lleva por la finca, no sé qué harán pero cuando llegan, la madre pone el grito en el cielo y la mete enseguida en la bañera, pues viene perdida pero feliz. Hace diez días le dio un infarto al abogado y claro no es cosa de venirse aquí pues el hijo es el que le lleva todo el papeleo de la oficina.Coge la foto que queda y la besa emocionada, mi niña -dice. En ella una chica con unos ojos azules preciosos, parece sonreírle. Es su hija Sofía, la más joven de los tres, también está casada y tiene 3 hijos varones, tres diablillos que no paran quietos un segundo. Cuando van allí siempre marchan con rasguños o algún chichón. El marido es encargado de un taller de reparación de coches, es un buen chico y la quiere mucho. No pudieron venir pues dos de los niños están con paperas. Sonríe la anciana feliz, al pensar en la felicidad de sus hijos.

Se sienta en la mecedora, toma la leche con unas galletas y se dispone a saborear el turrón que tiene en el plato. De pronto escucha un ruido en la puerta, va hacia ella y pone atención, alguien está arañando la puerta y escucha entonces un maullido. Pobrecito –piensa- con el frío que hace ahí fuera. Le da vuelta a la llave y corre el cerrojo sin soltar la cadena. Por el hueco que queda a duras penas entra una gata blanca, se la queda mirando con unos ojos preciosos sin dejar de maullar. Pobrecita, -le dice la anciana- tienes hambre, ¿verdad? De pronto se fija en tres gatitos que habían entrado detrás de su madre, uno de ellos, qué gracioso, tenía el hocico, una oreja y la punta del rabo negros, los otros eran blancos como su madre. Enseguida se pusieron a husmear por la sala, mientras su madre seguía mirándola. Fue la anciana a la cocina, desmenuzó un toro de pescado que le quedara del mediodía y en un cuenco grande echó leche, lo llevó para el salón y enseguida se abalanzaron con ansia a la comida, luego se tomaron toda la leche, estaban graciosos, el del hocico negro casi se cae dentro del cuenco, parecía el más espabilado de todos.

La gata se tumbó a los pies de la anciana y ella cogió al del hocico negro, pues le hacía mucha gracia, lo puso en su regazo y lo acarició, él se acurrucó agradecido. Los otros dos no paraban de maullar mirando a su hermano, entonces los cogió también, los puso en su regazo y se quedaron dormidos, entonces pensó la anciana que no estaba sola, ya tenía una familia a quien cuidar y así con el calor de la chimenea, en su mecedora, se quedó dormida feliz en aquel día de Nochebuena.

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